domingo, 21 de septiembre de 2014

Donde no miramos



Caminamos con la cabeza gacha y mirándonos los pies. O con la mirada perdida en el vacío, ignorando el entorno, evitando los ojos de quienes se nos cruzan. Una mirada, un saludo, una sonrisa son casi un milagro, algo ajeno a estos días.

Mi madre dice que hay que caminar en las ciudades con la mirada elevada, para no perder la belleza de las alturas en las ventanas y balcones de otro tiempo, y sus adornos con flores de temporada. Para jugar adivinando quién vive detrás de los cotidianos y multicolores tendederos.

Olvidamos mirar también un poco más abajo, en las aceras, en los portales, en los suelos y esquinas de cualquier calle. No miramos porque no queremos ver.

Dori, está allí, dónde no miramos. Su pequeño campamento de harapos y comida está al lado de la cancela que hace de puerta de entrada a la iglesia de San Ginés de Madrid. Pasó por allí a menudo, y nunca la vi. A pesar de que siempre dirijo la mirada a la iglesia como un acto instintivo porque allí me bautizaron, nunca la vi. Lleva tiempo en ese mismo lugar y es invisible. Su cara redonda te sonríe desde sus ojos brillantes. Te agradece el desayuno que le ofreces. Se toma el café con leche y se guarda el resto, adivino ahora que para compartirlo con otros como ella. Porque nos dice que Paula ha desaparecido, pero que vayamos más adelante, que está María que guardará también los zumos y las galletas para sus tres hijos. Y que si tenemos una tele pequeña, para unos críos en una chabola, para que se entretengan un poco. En su precariedad, pensaba en otros, y me ofrece también una receta de algo que no entendí. Que no se acuerda ahora, pero que lo hará, que vuelva, que me la dará.

No miramos porque no queremos ver, quizá sea culpa, impotencia, quizá miedo a ser conscientes de nuestra propia fragilidad. Quizá yo también siga sin mirar, aunque ahora será difícil no pasar a saludar a Dori, con la esperanza de no encontrarla e imaginarla en un lugar mejor.

sábado, 1 de marzo de 2014

Saber rendirse




No he considerado nunca que tuviera algún talento en especial, ni en lo físico ni en lo psíquico. Nada en especial en lo que pudiera destacar deportivamente, o en el terreno intelectual.  Lo que se diría de lo más normal. Tan solo hay una cosa en la que creo destacar: en tesón y disciplina. Y lo que haya podido conseguir en mi vida (con mayor o menor éxito) ha sido gracias a la constancia. Así, he luchado siempre por las cosas que quería, aun cuando ni siquiera confiaba del todo en mis capacidades, siempre inasequible al desaliento.

Ahora, sin embargo, empiezo a pensar que esto de la fuerza de voluntad está sobrevalorado. Y que estas frases tan manidas últimamente del tipo "todo es posible" quedan muy bonitas en grandes titulares pero han ir acompañadas de instrucciones de uso.

Y es que he decidido rendirme. No de todo, pero sí de algunas cosas, de aquellas de las que el precio que se paga es mucho mayor que la recompensa por obtener. Para mí, ahí está el límite. Y no es un fracaso, al contrario, a un reconocimiento de que hay otras metas más adecuadas a nuestras capacidades, momentos vitales, y deseos verdaderos.

Nos empeñamos en retos y superaciones personales alentados por aquello del "si quieres puedes"… y no es del todo cierto. Por ejemplo, todo corredor popular sueña con hacer algún día una maratón, es "el sueño". Pues bien, con mi altura y constitución simplemente su preparación me supone un dolor físico que no me compensa el momento de cruzar la meta. Decidí por tanto correr carreras cortas, sin sufrimiento (opcional siempre) y con mucho disfrute.

Creo que abandonar algo no es una derrota, al contrario, es más inteligente por nuestra parte si el nuevo reto a abordar se ajusta más a nuestras capacidades, o nos ayuda a desarrollar o descubrir alguna que no teníamos o desconocíamos, y en ello disfrutamos del camino recorrido. Y que el premio final ha de ser siempre suficiente y mayor al esfuerzo que requiere conseguirlo.