Caminamos con la cabeza gacha y
mirándonos los pies. O con la mirada perdida en el vacío, ignorando el entorno,
evitando los ojos de quienes se nos cruzan. Una mirada, un saludo, una sonrisa
son casi un milagro, algo ajeno a estos días.
Mi madre dice que hay que caminar en
las ciudades con la mirada elevada, para no perder la belleza de las alturas en
las ventanas y balcones de otro tiempo, y sus adornos con flores de temporada.
Para jugar adivinando quién vive detrás de los cotidianos y multicolores tendederos.
Olvidamos mirar también un poco más
abajo, en las aceras, en los portales, en los suelos y esquinas de cualquier
calle. No miramos porque no queremos ver.
Dori, está allí, dónde no miramos. Su
pequeño campamento de harapos y comida está al lado de la cancela que hace de
puerta de entrada a la iglesia de San Ginés de Madrid. Pasó por allí a menudo,
y nunca la vi. A pesar de que siempre dirijo la mirada a la iglesia como un
acto instintivo porque allí me bautizaron, nunca la vi. Lleva tiempo en ese
mismo lugar y es invisible. Su cara redonda te sonríe desde sus ojos
brillantes. Te agradece el desayuno que le ofreces. Se toma el café con leche y
se guarda el resto, adivino ahora que para compartirlo con otros como ella.
Porque nos dice que Paula ha desaparecido, pero que vayamos más adelante, que
está María que guardará también los zumos y las galletas para sus tres hijos. Y
que si tenemos una tele pequeña, para unos críos en una chabola, para que se
entretengan un poco. En su precariedad, pensaba en otros, y me ofrece también
una receta de algo que no entendí. Que no se acuerda ahora, pero que lo hará,
que vuelva, que me la dará.
No miramos porque no queremos ver,
quizá sea culpa, impotencia, quizá miedo a ser conscientes de nuestra propia
fragilidad. Quizá yo también siga sin mirar, aunque ahora será difícil no pasar
a saludar a Dori, con la esperanza de no encontrarla e imaginarla en un lugar
mejor.